AIアート: ALEGRIA DEL MAR Mucho antes de que amaneciera, el mar tenía ya un color de plomo líquido, vagamente aceitoso. Las olas rompían suavemente en la arena rayada por la huella de los cangrejos, algunos gritos de pájaros desgarraban la tela nocturna, de la que goteaban las últimas estrellas, y el frío que corría con las primeras claridades de la amanecida era húmedo de yodo y sal, casi palpable como las neblinas. Poco a poco el mar mudaba de color, y sobre mar y cielo, como una regata de luces, se veía deslizarse el resplandor de la mañana. Pero la obstinada camanchaca del norte ocultaba el sol, y el mar sólo mostraba brillos de plata vieja. Sobre las olas se levantaban densas bandadas de gaviotas, y en las orillas, grupos inquietos de garumas picoteaban entre los manchones de sargazos abandonados por la bajante. Cortando la superficie cruzaban manadas de lobos marinos, el más viejo llenando la mañana con sus bramidos, y los más jóvenes, veloces como flechas negras y brillantes, zambulléndose con elegancia, en alarde de nadadores afinados, como si tomaran su primer baño. Cuando aún es noche declinante y, más que asistir a la llegada del día, se presiente la inminencia esplendorosa -en ese viento ligero que resbala sobre las sienes, en el silencio del cielo y en la misma voz del mar, que resuena más fresca y tranquila-, se ve perderse en el confín oscuro la última linterna de las lanchas pesqueras y llegar, simultáneamente, las que vienen ya de vuelta, colmadas todavía de noche, trayendo a remolque una albacora lustrosa, como de bruñida caoba, o un bote de pesca menuda. Entre esta hora sin ojos y la sucesiva, hora en que la mañana comienza a moverse en el puerto como un animal resplandeciente, de crines húmedas, Eliecer escuchaba a la vieja Emelina arrastrar primero su tos y sus chancletas, luego mover platos y cacerolas, rezando y refunfuñando. Su madre se levantaba entonces, los desnudos brazos de mujer joven arqueados sobre el pelo, atravesaba el humo denso que venía de la cocina y se iba a acallar los gruñidos de Emelina ofreciéndole un cigarrillo y ayudándole a preparar el desayuno. La mañana de humo tenía pronto olor de pescado frito. Eliecer se encogía bajo la manta liviana, en la cama, y se entregaba a la sensación de estar flotando sobre el mundo; era una gaviota, era una nube. Del puerto subían las voces de los playeros y los comerciantes. Alguien llamaba mar adentro: ¡Eh, Manuelitoooo! Veía el grito planear sobre los peces asustados. En la casa vecina lloraba una criatura. Eliecer, los ojos cerrados, subía por una escalera de caracol, angosta, infinita, que se perdía en el cielo, y sentía repicar en lo alto unas campanas que eran como polleras de muchachas. Subía, subía, y las campanas reían como burlándose. Reían con alegres carcajadas las muchachas, dobladas por la cintura y cubriéndose la boca con las manos. Descubrió que una de ellas era su maestra. ¿Lo habría visto? Bajaba su maestra por la escalera y los tacos finos de sus zapatos sonaban en los peldaños como si caminara por las teclas de un piano. Din, don, dan, don, din. Era necesario que no advirtiera su presencia; le preguntaría qué hacía allí, por qué no había ido esa mañana a la escuela. Pero la maestra lo tenía ya tomado de una mano, corrían los dos a la orilla del mar. Eliecer pensaba que no la había saludado siquiera. Buenos días, señorita. Las piernas de la maestra brillaban al sol como aquella tarde en que, con sus compañeros de curso, hizo un paseo hasta la roca de la cruz y se bañaron todos y todos hablaron después de las piernas de la señorita. En la playa, en una casucha de tablas, gritaban dos pescadores borrachos; uno de ellos quería cantar y el otro se empeñaba en que bebiera de la botella antes de hacerlo. La maestra apresuró el paso, incómoda; a Eliecer le habría gustado demorarse a contemplar la disputa. De pronto uno de los borrachos alargó el brazo y lo llamó. Era su padre. Se despertó. Estaba completamente claro. Por las calles del puerto bajaban los estibadores. Se oían sus voces ásperas y cantantes, una más alta que las otras y, entre ellas, como cojeando, una tos desigual y persistente. Un perro ladraba en uno de los pontones.
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ALEGRIA DEL MAR Mucho antes de que amaneciera, el mar tenía ya un color de plomo líquido, vagamente aceitoso. Las olas rompían suavemente en la arena rayada por la huella de los cangrejos, algunos gritos de pájaros desgarraban la tela nocturna, de la que goteaban las últimas estrellas, y el frío que corría con las primeras claridades de la amanecida era húmedo de yodo y sal, casi palpable como las neblinas. Poco a poco el mar mudaba de color, y sobre mar y cielo, como una regata de luces, se veía deslizarse el resplandor de la mañana. Pero la obstinada camanchaca del norte ocultaba el sol, y el mar sólo mostraba brillos de plata vieja. Sobre las olas se levantaban densas bandadas de gaviotas, y en las orillas, grupos inquietos de garumas picoteaban entre los manchones de sargazos abandonados por la bajante. Cortando la superficie cruzaban manadas de lobos marinos, el más viejo llenando la mañana con sus bramidos, y los más jóvenes, veloces como flechas negras y brillantes, zambulléndose con elegancia, en alarde de nadadores afinados, como si tomaran su primer baño. Cuando aún es noche declinante y, más que asistir a la llegada del día, se presiente la inminencia esplendorosa -en ese viento ligero que resbala sobre las sienes, en el silencio del cielo y en la misma voz del mar, que resuena más fresca y tranquila-, se ve perderse en el confín oscuro la última linterna de las lanchas pesqueras y llegar, simultáneamente, las que vienen ya de vuelta, colmadas todavía de noche, trayendo a remolque una albacora lustrosa, como de bruñida caoba, o un bote de pesca menuda. Entre esta hora sin ojos y la sucesiva, hora en que la mañana comienza a moverse en el puerto como un animal resplandeciente, de crines húmedas, Eliecer escuchaba a la vieja Emelina arrastrar primero su tos y sus chancletas, luego mover platos y cacerolas, rezando y refunfuñando. Su madre se levantaba entonces, los desnudos brazos de mujer joven arqueados sobre el pelo, atravesaba el humo denso que venía de la cocina y se iba a acallar los gruñidos de Emelina ofreciéndole un cigarrillo y ayudándole a preparar el desayuno. La mañana de humo tenía pronto olor de pescado frito. Eliecer se encogía bajo la manta liviana, en la cama, y se entregaba a la sensación de estar flotando sobre el mundo; era una gaviota, era una nube. Del puerto subían las voces de los playeros y los comerciantes. Alguien llamaba mar adentro: ¡Eh, Manuelitoooo! Veía el grito planear sobre los peces asustados. En la casa vecina lloraba una criatura. Eliecer, los ojos cerrados, subía por una escalera de caracol, angosta, infinita, que se perdía en el cielo, y sentía repicar en lo alto unas campanas que eran como polleras de muchachas. Subía, subía, y las campanas reían como burlándose. Reían con alegres carcajadas las muchachas, dobladas por la cintura y cubriéndose la boca con las manos. Descubrió que una de ellas era su maestra. ¿Lo habría visto? Bajaba su maestra por la escalera y los tacos finos de sus zapatos sonaban en los peldaños como si caminara por las teclas de un piano. Din, don, dan, don, din. Era necesario que no advirtiera su presencia; le preguntaría qué hacía allí, por qué no había ido esa mañana a la escuela. Pero la maestra lo tenía ya tomado de una mano, corrían los dos a la orilla del mar. Eliecer pensaba que no la había saludado siquiera. Buenos días, señorita. Las piernas de la maestra brillaban al sol como aquella tarde en que, con sus compañeros de curso, hizo un paseo hasta la roca de la cruz y se bañaron todos y todos hablaron después de las piernas de la señorita. En la playa, en una casucha de tablas, gritaban dos pescadores borrachos; uno de ellos quería cantar y el otro se empeñaba en que bebiera de la botella antes de hacerlo. La maestra apresuró el paso, incómoda; a Eliecer le habría gustado demorarse a contemplar la disputa. De pronto uno de los borrachos alargó el brazo y lo llamó. Era su padre. Se despertó. Estaba completamente claro. Por las calles del puerto bajaban los estibadores. Se oían sus voces ásperas y cantantes, una más alta que las otras y, entre ellas, como cojeando, una tos desigual y persistente. Un perro ladraba en uno de los pontones.
5 days ago