Arte com IA: 🌸 “El café de los martes” Ella se llamaba Sofía. Tenía una sonrisa cálida, de esas que parecen encender el aire a su alrededor. Era alegre, habladora, y siempre encontraba belleza en las cosas pequeñas: las luces reflejadas en los charcos, el olor del pan recién hecho, el canto de los pájaros en la mañana. Él se llamaba Daniel. Era todo lo contrario: callado, metódico, con una mirada profunda que parecía observar el mundo desde cierta distancia. Trabajaba en la librería del centro, y todos los días, a las cinco en punto, tomaba su café sin azúcar mientras leía. Un martes cualquiera, Sofía entró al local con el cabello despeinado por la lluvia. Pidió un capuchino y, sin darse cuenta, se sentó justo frente a él. Cuando levantó la vista, Daniel la observaba con curiosidad —no porque fuera entrometido, sino porque le sorprendió cómo alguien podía parecer tan... viva. Ella le sonrió. —¿Te gusta leer? —preguntó, viendo el libro abierto frente a él. —Sí —respondió con voz suave—. Me gusta el silencio de las páginas. —Entonces te caería mal —rió ella—, porque yo nunca callo. Daniel no supo qué contestar, pero sonrió. Y esa fue la primera sonrisa genuina que había dado en mucho tiempo. Desde entonces, se encontraron cada martes en la misma mesa. Ella hablaba de sus sueños, de los colores del atardecer, de las películas que la hacían llorar. Él escuchaba, y poco a poco,

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🌸 “El café de los martes”

Ella se llamaba Sofía. Tenía una sonrisa cálida, de esas que parecen encender el aire a su alrededor. Era alegre, habladora, y siempre encontraba belleza en las cosas pequeñas: las luces reflejadas en los charcos, el olor del pan recién hecho, el canto de los pájaros en la mañana.

Él se llamaba Daniel. Era todo lo contrario: callado, metódico, con una mirada profunda que parecía observar el mundo desde cierta distancia. Trabajaba en la librería del centro, y todos los días, a las cinco en punto, tomaba su café sin azúcar mientras leía.

Un martes cualquiera, Sofía entró al local con el cabello despeinado por la lluvia. Pidió un capuchino y, sin darse cuenta, se sentó justo frente a él. Cuando levantó la vista, Daniel la observaba con curiosidad —no porque fuera entrometido, sino porque le sorprendió cómo alguien podía parecer tan... viva.

Ella le sonriĂł.
—¿Te gusta leer? —preguntó, viendo el libro abierto frente a él.
—Sí —respondió con voz suave—. Me gusta el silencio de las páginas.
—Entonces te caería mal —rió ella—, porque yo nunca callo.

Daniel no supo qué contestar, pero sonrió. Y esa fue la primera sonrisa genuina que había dado en mucho tiempo.

Desde entonces, se encontraron cada martes en la misma mesa. Ella hablaba de sus sueños, de los colores del atardecer, de las películas que la hacían llorar. Él escuchaba, y poco a poco,
—— Fim ——
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🌸 “El café de los martes” Ella se llamaba Sofía. Tenía una sonrisa cálida, de esas que parecen encender el aire a su alrededor. Era alegre, habladora, y siempre encontraba belleza en las cosas pequeñas: las luces reflejadas en los charcos, el olor del pan recién hecho, el canto de los pájaros en la mañana. Él se llamaba Daniel. Era todo lo contrario: callado, metódico, con una mirada profunda que parecía observar el mundo desde cierta distancia. Trabajaba en la librería del centro, y todos los días, a las cinco en punto, tomaba su café sin azúcar mientras leía. Un martes cualquiera, Sofía entró al local con el cabello despeinado por la lluvia. Pidió un capuchino y, sin darse cuenta, se sentó justo frente a él. Cuando levantó la vista, Daniel la observaba con curiosidad —no porque fuera entrometido, sino porque le sorprendió cómo alguien podía parecer tan... viva. Ella le sonrió. —¿Te gusta leer? —preguntó, viendo el libro abierto frente a él. —Sí —respondió con voz suave—. Me gusta el silencio de las páginas. —Entonces te caería mal —rió ella—, porque yo nunca callo. Daniel no supo qué contestar, pero sonrió. Y esa fue la primera sonrisa genuina que había dado en mucho tiempo. Desde entonces, se encontraron cada martes en la misma mesa. Ella hablaba de sus sueños, de los colores del atardecer, de las películas que la hacían llorar. Él escuchaba, y poco a poco,

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