AI Искусство: ALEGRIA DEL MAR Mucho antes de que amaneciera, el mar tenía ya un color de plomo líquido, vagamente aceitoso. Las olas rompían suavemente en la arena rayada por la huella de los cangrejos, algunos gritos de pájaros desgarraban la tela nocturna, de la que goteaban las últimas estrellas, y el frío que corría con las primeras claridades de la amanecida era húmedo de yodo y sal, casi palpable como las neblinas. Poco a poco el mar mudaba de color, y sobre mar y cielo, como una regata de luces, se veía deslizarse el resplandor de la mañana. Pero la obstinada camanchaca del norte ocultaba el sol, y el mar sólo mostraba brillos de plata vieja. Sobre las olas se levantaban densas bandadas de gaviotas, y en las orillas, grupos inquietos de garumas picoteaban entre los manchones de sargazos abandonados por la bajante. Cortando la superficie cruzaban manadas de lobos marinos, el más viejo llenando la mañana con sus bramidos, y los más jóvenes, veloces como flechas negras y brillantes, zambulléndose con elegancia, en alarde de nadadores afinados, como si tomaran su primer baño. Cuando aún es noche declinante y, más que asistir a la llegada del día, se presiente la inminencia esplendorosa -en ese viento ligero que resbala sobre las sienes, en el silencio del cielo y en la misma voz del mar, que resuena más fresca y tranquila-, se ve perderse en el confín oscuro la última linterna de las lanchas pesqueras y llegar, simultáneamente, las que vienen ya de vuelta, colmadas todavía de noche, trayendo a remolque una albacora lustrosa, como de bruñida caoba, o un bote de pesca menuda. Entre esta hora sin ojos y la sucesiva, hora en que la mañana comienza a moverse en el puerto como un animal resplandeciente, de crines húmedas, Eliecer escuchaba a la vieja Emelina arrastrar primero su tos y sus chancletas, luego mover platos y cacerolas, rezando y refunfuñando. Su madre se levantaba entonces, los desnudos brazos de mujer joven arqueados sobre el pelo, atravesaba el humo denso que venía de la cocina y se iba a acallar los gruñidos de Emelina ofreciéndole un cigarrillo y ayudándole a preparar el desayuno. La mañana de humo tenía pronto olor de pescado frito. Eliecer se encogía bajo la manta liviana, en la cama, y se entregaba a la sensación de estar flotando sobre el mundo; era una gaviota, era una nube. Del puerto subían las voces de los playeros y los comerciantes. Alguien llamaba mar adentro: ¡Eh, Manuelitoooo! Veía el grito planear sobre los peces asustados. En la casa vecina lloraba una criatura. Eliecer, los ojos cerrados, subía por una escalera de caracol, angosta, infinita, que se perdía en el cielo, y sentía repicar en lo alto unas campanas que eran como polleras de muchachas. Subía, subía, y las campanas reían como burlándose. Reían con alegres carcajadas las muchachas, dobladas por la cintura y cubriéndose la boca con las manos. Descubrió que una de ellas era su maestra. ¿Lo habría visto? Bajaba su maestra por la escalera y los tacos finos de sus zapatos sonaban en los peldaños como si caminara por las teclas de un piano. Din, don, dan, don, din. Era necesario que no advirtiera su presencia; le preguntaría qué hacía allí, por qué no había ido esa mañana a la escuela. Pero la maestra lo tenía ya tomado de una mano, corrían los dos a la orilla del mar. Eliecer pensaba que no la había saludado siquiera. Buenos días, señorita. Las piernas de la maestra brillaban al sol como aquella tarde en que, con sus compañeros de curso, hizo un paseo hasta la roca de la cruz y se bañaron todos y todos hablaron después de las piernas de la señorita. En la playa, en una casucha de tablas, gritaban dos pescadores borrachos; uno de ellos quería cantar y el otro se empeñaba en que bebiera de la botella antes de hacerlo. La maestra apresuró el paso, incómoda; a Eliecer le habría gustado demorarse a contemplar la disputa. De pronto uno de los borrachos alargó el brazo y lo llamó. Era su padre. Se despertó. Estaba completamente claro. Por las calles del puerto bajaban los estibadores. Se oían sus voces ásperas y cantantes, una más alta que las otras y, entre ellas, como cojeando, una tos desigual y persistente. Un perro ladraba en uno de los pontones. Vaya a buscar un litro de vino para su padre, Eliecer. Tomó el dinero de manos del hombre y, sin soltar las monedas, se puso el pantalón y la camisa. Salió al viento fresco que pasó silbando por sus oídos. Corrió; corrieron los dos, viento y niño, calle arriba. EI viejo Miguel venía en sentido contrario, rengueando, con una columnita de humo sobre los labios. -¿Se levantó tu padre? Dijo que sí sin detenerse. Empuñó la botella con las dos manos y prorrumpió en un gemido ronco y prolongado que quería imitar el zumbido de un avión al remontarse. Lo gobernaba él, piloto, y su máquina surcaba los espacios en audaces evoluciones sobre las nubes. Allá abajo, muy abajo, quedaba el puerto, recostado contra el mar. Reconocía la calle principal, una culebra brillando bajo el sol; la plaza hormigueando de gente, el manchón verde del parque junto a la rambla. En la puerta de su casa su padre agitaba el puño reclamándole el vino. Eliecer empuñó con más energía la botella, que tradujo el temblor que acababa de sacudirlo; pero en seguida divisaba el grupo de sus amigos, una parvada de niños que lo contemplaba con la boca abierta, desde la plaza de la estación, y sacudiendo la botella dirigía el avión mar adentro, hacia el azul sin término. Diez pasos más allá se detuvo de golpe, en medio de la calle, olvidó su juego y comenzó a caminar despacio, balanceando la botella en una mano. Allí vivían los Mejido. Eran mayores que él y siempre querían pelear los dos contra él solo. El los había desafiado a hacerlo con uno primero y después con el otro, delante de testigos. Los Mejido no aceptaban; decían que el hombre para pelear no ponía condiciones. ¿Y ellos? ¡Cobardes, maricones! Pasó echando miradas de recelo al zaguán de la casa. Más allá, Juvencio, el mandadero de la botica, alzaba la cortina metálica. La ciudad se disponía a la batalla del día. El italiano Brunelli colgaba telas y prendas sobre la puerta de su negocio; Barahona, escobas y plumeros. Dobló la primera esquina y entró en el despacho del chino Lin; la mujer del chino, la sorda Zenobia, le arrancó la botella de la mano después de verificar el dinero acercándoselo a los ojos para comprobar si no era falso. -Todavía no amanece y ya la gente se pone a tomar vino -farfulló mientras llenaba la botella. Eliecer alargó el brazo, tomo un puñado de galletas y se las echó rápidamente al bolsillo. La sorda lo mira con desconfianza. -No me habrás robado nada, jorobado sin vergüenza, ¿no? Eliecer respondió con dignidad: -¿Me ha visto con cara de ladrón? Pasar delante de la puerta de los Mejido era ahora más peligroso. Podían romperle la botella de vino, y su padre, después, le rompía la piel a azotes. Con la botella en la mano sentíase incapaz de hacerles frente. Se preguntó si no le convendría tomar por otra calle, dar un rodeo, pero siguió caminando. Cruzó, temblándole las piernas, por delante de la relojería, ya abierta, donde alcanzó a divisar a los dos Mejido limpiando los vidrios del mostrador. Si lo provocaban, no habría podido correr, embarazado por la botella. Los contempló, bien peinados y con trajes mejores que el suyo, trajes cosidos por don Hermelo, el sastre, mientras que el suyo era obra de su madre; el pantalón, de unos viejos de su progenitor, y la camisa (esa vergüenza íntima lo humillaba, y habría preferido morir a revelarla) de una camisa de mujer, sí, de su madre. Era todo lo que llevaba. Miró los zapatos rotos pero lustrados de Lucho Mejido; estaba seguro que él, con los pies desnudos, lo aventajaba. ¡Marica! No, no correría; ¿por qué iba a correr? Una cólera sorda se levantó en su pecho. Se detuvo, extrajo del bolsillo de su pantalón una galleta y comenzó a roerla ostensiblemente, despacio, para prolongar su placer; demorándose a cada paso continuó su camino. Un barco, en la rada, lanzó un pitazo hondo. En el horizonte, una rayita de humo, apenas visible a los ojos humanos, le indicó la entrada de una nave. De repente una voz gritó a sus espaldas: -¡Jorobado, hijo del diablo! Eliecer se volvió como tocado por una corriente; alcanzó a ver a Lucho Mejido que se escondía en la tienda de su padre. -¡Ven a pelear si eres hombre, maricón! - gritó Eliecer. Pero nadie aceptó su desafío. Cuando llegó a su casa, su padre apenas si lo mira. Además del viejo Miguel estaba allí su tío Esleván, hermano de su madre, dominando la escena en una mesa artillada de botellas de vino, que visiblemente le pertenecían. Esleván era tipógrafo; todo en él trascendía suficiencia. -Hablas como un diario, lo que dices apesta a diarios viejos -solía decirle su cuñado. Eliecer pensaba lo mismo, de modo que se fue a la cocina. -¿Fuiste a buscar vino? -le preguntó la vieja Emelina. -Sí -contestó con indiferencia. La vieja lo estudió un segundo y luego exclamó como hablando consigo misma: -¿Y por qué mandan a los niños? ¿Se creen que yo me voy a quedar con el dinero? -Es que usted se toma el vino en la calle, señora, y llega aquí con el cuento. Aunque la acusación era cierta, la vieja se volvió echando llamas por los ojos. -¿Qué te has figurado, mocoso insolente? ¿Por quién me has tomado? No te rompo la boca de una cachetada porque soy buena. Seré vieja y pobre pero honrada, ¿sabes? ¡Atrevido! Se puso a desayunar sin preocuparse de los insultos de Emelina, que seguía llenando la cocina con sus gritos. Una nube de moscas zumbaba en la habitación. De pronto la vieja Emelina lanzó un gemido. Tenía la cabeza entre las manos y de cuando en cuando se aplicaba un golpe en la sien con el puño cerrado. -¿Qué le pasa señora? -¡Ay! -¿Tiene malos pensamientos? -¡Ay, hijito! No se burle de esta pobre vieja. Si viera cómo se me ha puesto la cabeza. ¡Me duele como un diablo! Y volvió a los golpes. Eliecer hacia dibujos imaginarios, con el dedo, sobre la tabla de la mesa. Emelina se le acercó. -Hijito, usted que es tan bueno, ¿por qué no me trae un dedito de vino para pasar este dolor de cabeza? Pídaselo a su padre; vaya, sea hombrecito, Eliecer. Se levantó con gesto desganado y paso a la habitación vecina. Tomó una copa, la llenó y, cuando salía, oyó que su tío le decía: -Oye, mocoso de porquería, el vino se hizo para la gente que sabe tomarlo, no para la basura. -Es el vino de mi padre, no el suyo –replicó con altivez. Dejó el vaso colmado delante de Emelina, sin decir palabra, y se encaminó a la playa.

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ALEGRIA DEL MAR 
Mucho antes de que amaneciera, el mar tenía ya un color de plomo líquido, 
vagamente aceitoso. Las olas rompían suavemente en la arena rayada por la huella 
de los cangrejos, algunos gritos de pájaros desgarraban la tela nocturna, de la que goteaban las 
últimas estrellas, y el frío que corría con las primeras claridades de la amanecida era húmedo de 
yodo y sal, casi palpable como las neblinas. 
Poco a poco el mar mudaba de color, y sobre mar y cielo, como una regata de luces, se 
veía deslizarse el resplandor de la mañana. Pero la obstinada camanchaca del norte ocultaba el 
sol, y el mar sólo mostraba brillos de plata vieja. Sobre las olas se levantaban densas bandadas de 
gaviotas, y en las orillas, grupos inquietos de garumas picoteaban entre los manchones de 
sargazos abandonados por la bajante. Cortando la superficie cruzaban manadas de lobos marinos, 
el más viejo llenando la mañana con sus bramidos, y los más jóvenes, veloces como flechas 
negras y brillantes, zambulléndose con elegancia, en alarde de nadadores afinados, como si 
tomaran su primer baño. 
Cuando aún es noche declinante y, más que asistir a la llegada del día, se presiente la 
inminencia esplendorosa -en ese viento ligero que resbala sobre las sienes, en el silencio del cielo 
y en la misma voz del mar, que resuena más fresca y tranquila-, se ve perderse en el confín oscuro 
la última linterna de las lanchas pesqueras y llegar, simultáneamente, las que vienen ya de vuelta, 
colmadas todavía de noche, trayendo a remolque una albacora lustrosa, como de bruñida caoba, o 
un bote de pesca menuda. 
Entre esta hora sin ojos y la sucesiva, hora en que la mañana comienza a moverse en el 
puerto como un animal resplandeciente, de crines húmedas, Eliecer escuchaba a la vieja Emelina 
arrastrar primero su tos y sus chancletas, luego mover platos y cacerolas, rezando y refunfuñando. 
Su madre se levantaba entonces, los desnudos brazos de mujer joven arqueados sobre el pelo, 
atravesaba el humo denso que venía de la cocina y se iba a acallar los gruñidos de Emelina 
ofreciéndole un cigarrillo y ayudándole a preparar el desayuno. La mañana de humo tenía pronto 
olor de pescado frito. Eliecer se encogía bajo la manta liviana, en la cama, y se entregaba a la 
sensación de estar flotando sobre el mundo; era una gaviota, era una nube. Del puerto subían las 
voces de los playeros y los comerciantes. Alguien llamaba mar adentro: ¡Eh, Manuelitoooo! Veía el 
grito planear sobre los peces asustados. En la casa vecina lloraba una criatura. Eliecer, los ojos 
cerrados, subía por una escalera de caracol, angosta, infinita, que se perdía en el cielo, y sentía 
repicar en lo alto unas campanas que eran como polleras de muchachas. Subía, subía, y las 
campanas reían como burlándose. Reían con alegres carcajadas las muchachas, dobladas por la 
cintura y cubriéndose la boca con las manos. Descubrió que una de ellas era su maestra. ¿Lo 
habría visto? Bajaba su maestra por la escalera y los tacos finos de sus zapatos sonaban en los 
peldaños como si caminara por las teclas de un piano. Din, don, dan, don, din. Era necesario que 
no advirtiera su presencia; le preguntaría qué hacía allí, por qué no había ido esa mañana a la 
escuela. Pero la maestra lo tenía ya tomado de una mano, corrían los dos a la orilla del mar. 
Eliecer pensaba que no la había saludado siquiera. Buenos días, señorita. Las piernas de la 
maestra brillaban al sol como aquella tarde en que, con sus compañeros de curso, hizo un paseo 
hasta la roca de la cruz y se bañaron todos y todos hablaron después de las piernas de la señorita. 
En la playa, en una casucha de tablas, gritaban dos pescadores borrachos; uno de ellos quería 
cantar y el otro se empeñaba en que bebiera de la botella antes de hacerlo. La maestra apresuró el 
paso, incómoda; a Eliecer le habría gustado demorarse a contemplar la disputa. De pronto uno de 
los borrachos alargó el brazo y lo llamó. Era su padre. Se despertó. 
Estaba completamente claro. Por las calles del puerto bajaban los estibadores. Se oían sus 
voces ásperas y cantantes, una más alta que las otras y, entre ellas, como cojeando, una tos 
desigual y persistente. Un perro ladraba en uno de los pontones.
Vaya a buscar un litro de vino para su padre, Eliecer. 
Tomó el dinero de manos del hombre y, sin soltar las monedas, se puso el pantalón y la 
camisa. Salió al viento fresco que pasó silbando por sus oídos. Corrió; corrieron los dos, viento y 
niño, calle arriba. EI viejo Miguel venía en sentido contrario, rengueando, con una columnita de 
humo sobre los labios. 
-¿Se levantó tu padre? 
Dijo que sí sin detenerse. Empuñó la botella con las dos manos y prorrumpió en un gemido 
ronco y prolongado que quería imitar el zumbido de un avión al remontarse. Lo gobernaba él, 
piloto, y su máquina surcaba los espacios en audaces evoluciones sobre las nubes. Allá abajo, 
muy abajo, quedaba el puerto, recostado contra el mar. Reconocía la calle principal, una culebra 
brillando bajo el sol; la plaza hormigueando de gente, el manchón verde del parque junto a la 
rambla. En la puerta de su casa su padre agitaba el puño reclamándole el vino. Eliecer empuñó 
con más energía la botella, que tradujo el temblor que acababa de sacudirlo; pero en seguida 
divisaba el grupo de sus amigos, una parvada de niños que lo contemplaba con la boca abierta, 
desde la plaza de la estación, y sacudiendo la botella dirigía el avión mar adentro, hacia el azul sin 
término. 
Diez pasos más allá se detuvo de golpe, en medio de la calle, olvidó su juego y comenzó a 
caminar despacio, balanceando la botella en una mano. Allí vivían los Mejido. Eran mayores que él 
y siempre querían pelear los dos contra él solo. El los había desafiado a hacerlo con uno primero y 
después con el otro, delante de testigos. Los Mejido no aceptaban; decían que el hombre para 
pelear no ponía condiciones. ¿Y ellos? ¡Cobardes, maricones! Pasó echando miradas de recelo al 
zaguán de la casa. Más allá, Juvencio, el mandadero de la botica, alzaba la cortina metálica. La 
ciudad se disponía a la batalla del día. El italiano Brunelli colgaba telas y prendas sobre la puerta 
de su negocio; Barahona, escobas y plumeros. Dobló la primera esquina y entró en el despacho 
del chino Lin; la mujer del chino, la sorda Zenobia, le arrancó la botella de la mano después de 
verificar el dinero acercándoselo a los ojos para comprobar si no era falso. 
-Todavía no amanece y ya la gente se pone a tomar vino -farfulló mientras llenaba la 
botella. 
Eliecer alargó el brazo, tomo un puñado de galletas y se las echó rápidamente al bolsillo. 
La sorda lo mira con desconfianza. 
-No me habrás robado nada, jorobado sin vergüenza, ¿no? 
Eliecer respondió con dignidad: 
-¿Me ha visto con cara de ladrón? 
Pasar delante de la puerta de los Mejido era ahora más peligroso. Podían romperle la 
botella de vino, y su padre, después, le rompía la piel a azotes. Con la botella en la mano sentíase 
incapaz de hacerles frente. Se preguntó si no le convendría tomar por otra calle, dar un rodeo, pero 
siguió caminando. Cruzó, temblándole las piernas, por delante de la relojería, ya abierta, donde 
alcanzó a divisar a los dos Mejido limpiando los vidrios del mostrador. Si lo provocaban, no habría 
podido correr, embarazado por la botella. Los contempló, bien peinados y con trajes mejores que el 
suyo, trajes cosidos por don Hermelo, el sastre, mientras que el suyo era obra de su madre; el 
pantalón, de unos viejos de su progenitor, y la camisa (esa vergüenza íntima lo humillaba, y habría 
preferido morir a revelarla) de una camisa de mujer, sí, de su madre. Era todo lo que llevaba. Miró 
los zapatos rotos pero lustrados de Lucho Mejido; estaba seguro que él, con los pies desnudos, lo 
aventajaba. ¡Marica! No, no correría; ¿por qué iba a correr? Una cólera sorda se levantó en su 
pecho. Se detuvo, extrajo del bolsillo de su pantalón una galleta y comenzó a roerla 
ostensiblemente, despacio, para prolongar su placer; demorándose a cada paso continuó su camino. Un barco, en la rada, lanzó un pitazo hondo. En el horizonte, una rayita de humo, apenas 
visible a los ojos humanos, le indicó la entrada de una nave. 
De repente una voz gritó a sus espaldas: 
-¡Jorobado, hijo del diablo! 
Eliecer se volvió como tocado por una corriente; alcanzó a ver a Lucho Mejido que se 
escondía en la tienda de su padre. 
-¡Ven a pelear si eres hombre, maricón! - gritó Eliecer. 
Pero nadie aceptó su desafío. 
Cuando llegó a su casa, su padre apenas si lo mira. Además del viejo Miguel estaba allí su 
tío Esleván, hermano de su madre, dominando la escena en una mesa artillada de botellas de vino, 
que visiblemente le pertenecían. Esleván era tipógrafo; todo en él trascendía suficiencia. 
-Hablas como un diario, lo que dices apesta a diarios viejos -solía decirle su cuñado. 
Eliecer pensaba lo mismo, de modo que se fue a la cocina. 
-¿Fuiste a buscar vino? -le preguntó la vieja Emelina. 
-Sí -contestó con indiferencia. 
La vieja lo estudió un segundo y luego exclamó como hablando consigo misma: 
-¿Y por qué mandan a los niños? ¿Se creen que yo me voy a quedar con el dinero? 
-Es que usted se toma el vino en la calle, señora, y llega aquí con el cuento. 
Aunque la acusación era cierta, la vieja se volvió echando llamas por los ojos. 
-¿Qué te has figurado, mocoso insolente? ¿Por quién me has tomado? No te rompo la 
boca de una cachetada porque soy buena. Seré vieja y pobre pero honrada, ¿sabes? ¡Atrevido! 
Se puso a desayunar sin preocuparse de los insultos de Emelina, que seguía llenando la 
cocina con sus gritos. Una nube de moscas zumbaba en la habitación. 
De pronto la vieja Emelina lanzó un gemido. Tenía la cabeza entre las manos y de cuando 
en cuando se aplicaba un golpe en la sien con el puño cerrado. 
-¿Qué le pasa señora? 
-¡Ay! 
-¿Tiene malos pensamientos? 
-¡Ay, hijito! No se burle de esta pobre vieja. Si viera cómo se me ha puesto la cabeza. ¡Me 
duele como un diablo! 
Y volvió a los golpes. Eliecer hacia dibujos imaginarios, con el dedo, sobre la tabla de la 
mesa. Emelina se le acercó. 
-Hijito, usted que es tan bueno, ¿por qué no me trae un dedito de vino para pasar este 
dolor de cabeza? Pídaselo a su padre; vaya, sea hombrecito, Eliecer. Se levantó con gesto desganado y paso a la habitación vecina. Tomó una copa, la llenó y, 
cuando salía, oyó que su tío le decía: 
-Oye, mocoso de porquería, el vino se hizo para la gente que sabe tomarlo, no para la 
basura. 
-Es el vino de mi padre, no el suyo –replicó con altivez. 
Dejó el vaso colmado delante de Emelina, sin decir palabra, y se encaminó a la playa.
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ALEGRIA DEL MAR Mucho antes de que amaneciera, el mar tenía ya un color de plomo líquido, vagamente aceitoso. Las olas rompían suavemente en la arena rayada por la huella de los cangrejos, algunos gritos de pájaros desgarraban la tela nocturna, de la que goteaban las últimas estrellas, y el frío que corría con las primeras claridades de la amanecida era húmedo de yodo y sal, casi palpable como las neblinas. Poco a poco el mar mudaba de color, y sobre mar y cielo, como una regata de luces, se veía deslizarse el resplandor de la mañana. Pero la obstinada camanchaca del norte ocultaba el sol, y el mar sólo mostraba brillos de plata vieja. Sobre las olas se levantaban densas bandadas de gaviotas, y en las orillas, grupos inquietos de garumas picoteaban entre los manchones de sargazos abandonados por la bajante. Cortando la superficie cruzaban manadas de lobos marinos, el más viejo llenando la mañana con sus bramidos, y los más jóvenes, veloces como flechas negras y brillantes, zambulléndose con elegancia, en alarde de nadadores afinados, como si tomaran su primer baño. Cuando aún es noche declinante y, más que asistir a la llegada del día, se presiente la inminencia esplendorosa -en ese viento ligero que resbala sobre las sienes, en el silencio del cielo y en la misma voz del mar, que resuena más fresca y tranquila-, se ve perderse en el confín oscuro la última linterna de las lanchas pesqueras y llegar, simultáneamente, las que vienen ya de vuelta, colmadas todavía de noche, trayendo a remolque una albacora lustrosa, como de bruñida caoba, o un bote de pesca menuda. Entre esta hora sin ojos y la sucesiva, hora en que la mañana comienza a moverse en el puerto como un animal resplandeciente, de crines húmedas, Eliecer escuchaba a la vieja Emelina arrastrar primero su tos y sus chancletas, luego mover platos y cacerolas, rezando y refunfuñando. Su madre se levantaba entonces, los desnudos brazos de mujer joven arqueados sobre el pelo, atravesaba el humo denso que venía de la cocina y se iba a acallar los gruñidos de Emelina ofreciéndole un cigarrillo y ayudándole a preparar el desayuno. La mañana de humo tenía pronto olor de pescado frito. Eliecer se encogía bajo la manta liviana, en la cama, y se entregaba a la sensación de estar flotando sobre el mundo; era una gaviota, era una nube. Del puerto subían las voces de los playeros y los comerciantes. Alguien llamaba mar adentro: ¡Eh, Manuelitoooo! Veía el grito planear sobre los peces asustados. En la casa vecina lloraba una criatura. Eliecer, los ojos cerrados, subía por una escalera de caracol, angosta, infinita, que se perdía en el cielo, y sentía repicar en lo alto unas campanas que eran como polleras de muchachas. Subía, subía, y las campanas reían como burlándose. Reían con alegres carcajadas las muchachas, dobladas por la cintura y cubriéndose la boca con las manos. Descubrió que una de ellas era su maestra. ¿Lo habría visto? Bajaba su maestra por la escalera y los tacos finos de sus zapatos sonaban en los peldaños como si caminara por las teclas de un piano. Din, don, dan, don, din. Era necesario que no advirtiera su presencia; le preguntaría qué hacía allí, por qué no había ido esa mañana a la escuela. Pero la maestra lo tenía ya tomado de una mano, corrían los dos a la orilla del mar. Eliecer pensaba que no la había saludado siquiera. Buenos días, señorita. Las piernas de la maestra brillaban al sol como aquella tarde en que, con sus compañeros de curso, hizo un paseo hasta la roca de la cruz y se bañaron todos y todos hablaron después de las piernas de la señorita. En la playa, en una casucha de tablas, gritaban dos pescadores borrachos; uno de ellos quería cantar y el otro se empeñaba en que bebiera de la botella antes de hacerlo. La maestra apresuró el paso, incómoda; a Eliecer le habría gustado demorarse a contemplar la disputa. De pronto uno de los borrachos alargó el brazo y lo llamó. Era su padre. Se despertó. Estaba completamente claro. Por las calles del puerto bajaban los estibadores. Se oían sus voces ásperas y cantantes, una más alta que las otras y, entre ellas, como cojeando, una tos desigual y persistente. Un perro ladraba en uno de los pontones. Vaya a buscar un litro de vino para su padre, Eliecer. Tomó el dinero de manos del hombre y, sin soltar las monedas, se puso el pantalón y la camisa. Salió al viento fresco que pasó silbando por sus oídos. Corrió; corrieron los dos, viento y niño, calle arriba. EI viejo Miguel venía en sentido contrario, rengueando, con una columnita de humo sobre los labios. -¿Se levantó tu padre? Dijo que sí sin detenerse. Empuñó la botella con las dos manos y prorrumpió en un gemido ronco y prolongado que quería imitar el zumbido de un avión al remontarse. Lo gobernaba él, piloto, y su máquina surcaba los espacios en audaces evoluciones sobre las nubes. Allá abajo, muy abajo, quedaba el puerto, recostado contra el mar. Reconocía la calle principal, una culebra brillando bajo el sol; la plaza hormigueando de gente, el manchón verde del parque junto a la rambla. En la puerta de su casa su padre agitaba el puño reclamándole el vino. Eliecer empuñó con más energía la botella, que tradujo el temblor que acababa de sacudirlo; pero en seguida divisaba el grupo de sus amigos, una parvada de niños que lo contemplaba con la boca abierta, desde la plaza de la estación, y sacudiendo la botella dirigía el avión mar adentro, hacia el azul sin término. Diez pasos más allá se detuvo de golpe, en medio de la calle, olvidó su juego y comenzó a caminar despacio, balanceando la botella en una mano. Allí vivían los Mejido. Eran mayores que él y siempre querían pelear los dos contra él solo. El los había desafiado a hacerlo con uno primero y después con el otro, delante de testigos. Los Mejido no aceptaban; decían que el hombre para pelear no ponía condiciones. ¿Y ellos? ¡Cobardes, maricones! Pasó echando miradas de recelo al zaguán de la casa. Más allá, Juvencio, el mandadero de la botica, alzaba la cortina metálica. La ciudad se disponía a la batalla del día. El italiano Brunelli colgaba telas y prendas sobre la puerta de su negocio; Barahona, escobas y plumeros. Dobló la primera esquina y entró en el despacho del chino Lin; la mujer del chino, la sorda Zenobia, le arrancó la botella de la mano después de verificar el dinero acercándoselo a los ojos para comprobar si no era falso. -Todavía no amanece y ya la gente se pone a tomar vino -farfulló mientras llenaba la botella. Eliecer alargó el brazo, tomo un puñado de galletas y se las echó rápidamente al bolsillo. La sorda lo mira con desconfianza. -No me habrás robado nada, jorobado sin vergüenza, ¿no? Eliecer respondió con dignidad: -¿Me ha visto con cara de ladrón? Pasar delante de la puerta de los Mejido era ahora más peligroso. Podían romperle la botella de vino, y su padre, después, le rompía la piel a azotes. Con la botella en la mano sentíase incapaz de hacerles frente. Se preguntó si no le convendría tomar por otra calle, dar un rodeo, pero siguió caminando. Cruzó, temblándole las piernas, por delante de la relojería, ya abierta, donde alcanzó a divisar a los dos Mejido limpiando los vidrios del mostrador. Si lo provocaban, no habría podido correr, embarazado por la botella. Los contempló, bien peinados y con trajes mejores que el suyo, trajes cosidos por don Hermelo, el sastre, mientras que el suyo era obra de su madre; el pantalón, de unos viejos de su progenitor, y la camisa (esa vergüenza íntima lo humillaba, y habría preferido morir a revelarla) de una camisa de mujer, sí, de su madre. Era todo lo que llevaba. Miró los zapatos rotos pero lustrados de Lucho Mejido; estaba seguro que él, con los pies desnudos, lo aventajaba. ¡Marica! No, no correría; ¿por qué iba a correr? Una cólera sorda se levantó en su pecho. Se detuvo, extrajo del bolsillo de su pantalón una galleta y comenzó a roerla ostensiblemente, despacio, para prolongar su placer; demorándose a cada paso continuó su camino. Un barco, en la rada, lanzó un pitazo hondo. En el horizonte, una rayita de humo, apenas visible a los ojos humanos, le indicó la entrada de una nave. De repente una voz gritó a sus espaldas: -¡Jorobado, hijo del diablo! Eliecer se volvió como tocado por una corriente; alcanzó a ver a Lucho Mejido que se escondía en la tienda de su padre. -¡Ven a pelear si eres hombre, maricón! - gritó Eliecer. Pero nadie aceptó su desafío. Cuando llegó a su casa, su padre apenas si lo mira. Además del viejo Miguel estaba allí su tío Esleván, hermano de su madre, dominando la escena en una mesa artillada de botellas de vino, que visiblemente le pertenecían. Esleván era tipógrafo; todo en él trascendía suficiencia. -Hablas como un diario, lo que dices apesta a diarios viejos -solía decirle su cuñado. Eliecer pensaba lo mismo, de modo que se fue a la cocina. -¿Fuiste a buscar vino? -le preguntó la vieja Emelina. -Sí -contestó con indiferencia. La vieja lo estudió un segundo y luego exclamó como hablando consigo misma: -¿Y por qué mandan a los niños? ¿Se creen que yo me voy a quedar con el dinero? -Es que usted se toma el vino en la calle, señora, y llega aquí con el cuento. Aunque la acusación era cierta, la vieja se volvió echando llamas por los ojos. -¿Qué te has figurado, mocoso insolente? ¿Por quién me has tomado? No te rompo la boca de una cachetada porque soy buena. Seré vieja y pobre pero honrada, ¿sabes? ¡Atrevido! Se puso a desayunar sin preocuparse de los insultos de Emelina, que seguía llenando la cocina con sus gritos. Una nube de moscas zumbaba en la habitación. De pronto la vieja Emelina lanzó un gemido. Tenía la cabeza entre las manos y de cuando en cuando se aplicaba un golpe en la sien con el puño cerrado. -¿Qué le pasa señora? -¡Ay! -¿Tiene malos pensamientos? -¡Ay, hijito! No se burle de esta pobre vieja. Si viera cómo se me ha puesto la cabeza. ¡Me duele como un diablo! Y volvió a los golpes. Eliecer hacia dibujos imaginarios, con el dedo, sobre la tabla de la mesa. Emelina se le acercó. -Hijito, usted que es tan bueno, ¿por qué no me trae un dedito de vino para pasar este dolor de cabeza? Pídaselo a su padre; vaya, sea hombrecito, Eliecer. Se levantó con gesto desganado y paso a la habitación vecina. Tomó una copa, la llenó y, cuando salía, oyó que su tío le decía: -Oye, mocoso de porquería, el vino se hizo para la gente que sabe tomarlo, no para la basura. -Es el vino de mi padre, no el suyo –replicó con altivez. Dejó el vaso colmado delante de Emelina, sin decir palabra, y se encaminó a la playa.

5 days ago

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